Cada mañana Manuel se despertaba a las 6.40. Tardaba quince minutos en levantarse de la cama, poco más en asearse, salir de casa e ir a coger el autobús. Se subía al vehículo a las 7.34, y desde ese momento no pensaba nada más que en el autobús de vuelta a las 18.38, a la cena que todos los días se preparaba –una sopa de pollo en sobre y un poquito de jamón-, a la hora de televisión que veía –únicamente cadenas de programas sin sentido, de estos que no tienen noticias- para luego acostarse a las 22.
Desde aquel día ya no cogía el coche, ni como copiloto. Intentaba evitar cualquier medio de transporte, y lo consiguió durante un año, 365 días que le concedieron de baja después del accidente. Como si un año curase problemas de salud mental.
Estrés post-traumático, decían. Se transformó en depresión algunos meses después. A él no interesaba darle un nombre, sólo sabía que el cuerpo le pesaba tanto que a veces ni podía levantarse de la cama.
Después del accidente su teléfono no paraba de sonar. Los familiares primero, después los amigos. Y también empezaron a llamar ministros, políticos, hasta el rey se molestó en preguntarle cómo estaba. Manuele siempre contestaba lo mismo: ¿Cómo quieres que esté? Y luego dejaba a las personas decir lo que querían, fingiendo escuchar sus palabras que siempre empezaban con un “Lo siento mucho”, y seguían con “Me enteré por la tele”.
Manuel no, no se enteró por la tele. Estaba allí en coche, conduciendo su todoterreno recién estrenado. Acababa de comprarlo después de una promoción en el trabajo. Iban a celebrarlo él, su mujer Miriam y su hija Aurora con un viaje a Cerdeña.
Nunca llegaron a su primer destino, Génova. Iban por la autopista cercana a la ciudad, soñando con visitar el célebre Acuario y contentos porque finalmente podían pasar un tiempo como familia.
Manuel casi no se dio cuenta. Iba pisando el acelerador, cuando empezó a sentir como que se caía hacia abajo, el coche y el puente que estaban cruzando junto con él. Miriam y Aurora empezaron a gritar, nunca olvidará sus caras asustadas mientras intentaba coger a las dos de las manos. Todo duró pocos segundos, hasta que cayeron en el río que el puente cruzaba.
Desde ese momento Manuel recuerda esos pocos segundos, el vacío debajo de los pies, las caras de su mujer y su hija que nunca volvió a ver.
Se despertó en el hospital. Los médicos decían que era un milagro que estuviese vivo sin ninguna secuela del accidente. Preguntó enseguida por sus dos mujeres. Nadie lo miró a la cara mientras le decían que no sobrevivieron.
Cada mañana Manuel se despertaba a las 6.40. Cada mañana, en esos quince minutos que tardaba en levantarse, buscaba las manos de su mujer y su hija en la cama.